El Sentido
Histórico del Proyecto Educativo de Lutero
Roldan Tomasz Suárez Litvin
- Introducción
- El rechazo del
orden medieval
- La
problemática educativa
- Las
propuestas educativas de Lutero
- Transición
- Referencias
bibliográficas
El presente es
un conjunto de
artículos dedicados a la
comprensión histórica de la reforma educativa que Martín Lutero impulsó en
Alemania a principios
del siglo XVI.
Luego de ofrecer
algunos indicios preliminares
acerca de la vinculación entre el pensamiento de Lutero y la crisis del orden
de sentido medieval,
se procede a
tratar en detalle
las ideas educativas de este
pensador. Se muestra, en primer lugar, de qué modo el tema educativo se le
presenta a Lutero como problemático y digno de atención. En segundo lugar se
despliega la propuesta educativa que Lutero formula en vista de la problemática que tiene entre manos.
Palabras claves: reforma educativa,
Lutero, orden medieval,
comprensión histórica
This is the first of two papers devoted to the historical
comprehension of the educational
reform promoted by
Martin Luther in
the early 16th
century Germany. After showing
some preliminary connections
between Luther’s thought and
the crisis of
the medieval order,
Luther’s educational ideas
are treated in detail. First, it is shown in what way education is an
issue for Luther, and why it seems to demand closer attention. Second, Luther’s
proposals for an educational reform are unfolded as a response to the wider
problems confronted
by his thought.
Key words: educational reform, Luther, medieval order, historical comprehension
El presente trabajo despliega un camino inquisitivo que
busca comprender a fondo el pensamiento de
Martín Lutero en
el campo de
la educación. La
expresión “comprender a fondo”
debe ser entendida,
aquí, en un
doble sentido. En
primer lugar, se trata de superar (ir más allá de) el enfoque usualmente
adoptado en esta clase de trabajos.
Podríamos caracterizar tal
enfoque diciendo que
éste supone dogmáticamente que
las ideas educativas de un pensador del pasado forman parte de un proceso
histórico de continuo
progreso del saber
humano en esa
materia; progreso que culmina —al menos por ahora— en nuestras presentes
convicciones acerca de cómo y por qué debe educarse a los jóvenes de una cierta
manera. Desde esta perspectiva, lo
que interesa del
pensamiento educativo de otras
épocas es en qué medida y de qué forma éste hizo
“avanzar” esa “área” particular del saber —de la cual se presume que está, y
siempre ha estado, en continuo perfeccionamiento. Por eso esta clase de
investigación busca detectar aquellas ideas del pensador que resultan novedosas
para su época,
y que parecen
ser precursoras de
las nuestras actuales, y
distinguirlas de aquellas
otras que lucen
como conservadoras o retrógradas. Nótese que esto implica ver
la obra del pensador como una especie de colección de
ideas independientes entre
sí, donde cada
una de ellas
puede perfectamente sostenerse por sí sola, sin necesidad de acudir a
las demás. Más aún, de acuerdo con esa misma lógica, el conjunto de ideas
educativas de un pensador forma un “área”
de conocimiento auto-subsistente, es
decir, fundamentalmente independiente
de cualquier otra área en la cual haya podido trabajar ese pensador.
Es por ello
que las investigaciones realizadas
bajo ese enfoque
pocas veces necesitan recurrir
a temas ajenos
al estrictamente educativo
para construir sus explicaciones.
Lo que el
presente trabajo pretende
“superar” con respecto
a ese enfoque dominante es, en pocas palabras, la
ingenuidad histórica en la que éste incurre. Por “ingenuidad
histórica” entiendo la
falta de conciencia
crítica acerca del
carácter históricamente
contingente de los
presupuestos sobre los
cuales se basa
ese (o cualquier otro)
enfoque. Tal ingenuidad
permite suponer que
la problemática educativa de
nuestra época particular
fue el tema
de fondo al
que trató de dar
respuesta el pensamiento
educativo desde sus
mismos inicios, y
que nuestras convicciones
actuales en ese campo fueron, desde siempre, el gran objetivo que ese
pensamiento se propuso
alcanzar —aunque ciertamente
de manera defectuosa
y balbuceante. Esta posición parece olvidarse de una de las mayores ganancias
que, en términos de conocimiento crítico, nos ofrecieron la antropología y la
filosofía del siglo XX: la noción de “relativismo cultural”, es decir, la idea
de que toda realidad percibida y/o comprendida depende (y se da sobre la base)
del sustrato cultural en el que ella aparece
y del cual
forma parte. Bien
conocidos son, en ese
campo, los trabajos filosóficos
de pensadores de
la talla de
Heidegger, Foucault, Lyotard, MacIntyre y otros similares. De
ellos se deduce, claramente, que el tratamiento que una cierta
época da a
una determinada temática
sólo puede ser
comprendido adecuadamente —es decir, “a fondo”— si logra comprenderse el
sentido que dicha temática tenía en
su contexto original.
El despliegue de
ese contexto de
sentido epocal torna a
ser, entonces, una
tarea de vital
importancia para el
investigador (Fuenmayor, 1991).
Así arribamos al
segundo significado de
nuestro afán por
“comprender a fondo” el
pensamiento educativo de Lutero. Se trata de un tipo de comprensión que
busca destapar el
“fondo” de ese
pensamiento —o, mejor
dicho, su “tras-fondo”. Ese trasfondo
no es otro
que la época
particular en la que Lutero
vive, y que constituye el contexto fundamental e
inseparable de su trabajo. La inseparabilidad de ambos puede ser pensada en términos
de la relación figura-fondo de la Gestalt: cada
uno de los
lados de dicha
relación implica al
otro, al punto
que intentar prescindir de uno de
ellos es destruir al otro. De hecho, el procedimiento utilizado por el enfoque
dominante que antes describimos no hace más que tratar de separar la “figura”
de su “trasfondo”, obteniendo como resultado un conjunto inconexo de
elementos —en este
caso: ideas educativas
o “áreas” independientes entre
sí— carentes de un
sentido unitario que
los englobe a
todos. Como veremos
más adelante, lo particular
del pensamiento educativo
de Lutero es
que éste parece responder a un cambio de fondo en la
cultura occidental. En efecto, a lo largo de nuestro camino
inquisitivo iremos mostrando
cómo este pensamiento
nace de la necesidad histórica de develar un nuevo
orden de sentido para Occidente, capaz de sustituir al
declinante orden de
sentido medieval. Veremos,
también, que ese momento histórico particular parece
constituir el umbral de la Modernidad, es decir, prefigura el
orden de sentido
al que aún
hoy nos hallamos
sometidos, al menos parcialmente.
Cuenta la historia que el día 31 de Octubre de 1517, Martín
Lutero clavó en la puerta de la Iglesia de Todos los Santos, en Wittenberg,
un escrito que pasaría a la historia como
el punto de
ignición de la
Reforma Protestante. En
dicho documento —conocido como
las “Noventa y
Cinco Tesis”— Lutero
atacaba la práctica eclesiástica
de la “indulgencia”, un
procedimiento mediante el
cual el pecador quedaba eximido
de sus pecados a cambio del pago de una cierta cantidad de dinero a la Iglesia.
Aunque la indulgencia había sido practicada por la Iglesia
cristiana desde la temprana Edad Media, en su forma original no era más que la
conmutación de una pequeña parte de la penitencia
por la donación
de una suma de dinero
para fines religiosos. Tal
donación en ningún caso podía ser vista como mérito suficiente para
el perdón de
los pecados, pues
ello exigía, además
de la penitencia,
la confesión ante un sacerdote,
el arrepentimiento sincero y la absolución. A partir del siglo XII, sin
embargo, las indulgencias se transformaron en algo más atractivo para los
fieles y más lucrativo para la Iglesia. En ese su momento de mayor
poder y esplendor, la Iglesia medieval estaba en pleno proceso de expansión, lo
que implicaba, entre otras cosas, tener que multiplicar cargos eclesiásticos,
construir todo tipo de edificaciones (catedrales, iglesias,
monasterios, universidades, hospitales)
e involucrarse en expediciones militares
(como, por ejemplo,
las Cruzadas). Las
indulgencias se
transformaron en la
principal fuente de
financiamiento de tales
actividades y
progresivamente empezaron a
ser presentadas como
el medio de
expiación más seguro y
expedito, sustituyendo incluso
el acto de
confesión. Con el
paso del tiempo, el uso abusivo
de las indulgencias se hizo notorio, y para la época de Lutero adquirió unas
dimensiones francamente escandalosas. Así, por ejemplo, en 1476 el papa Sixto
IV extendió la
autoridad de las
indulgencias al purgatorio,
lo que significaba que gracias a
una donación en efectivo era posible lograr la liberación inmediata de un alma que permaneciese atrapada en dicho
sitio.
Más tarde llegaron a
ofrecerse indulgencias válidas
para pecados futuros
y otras que
abiertamente eximían al pecador de la necesidad de arrepentirse por sus
pecados. El tráfico de indulgencias
llegó a convertirse
en un negocio
tan extenso y
lucrativo que los banqueros más
poderosos en la
Europa de aquel
entonces (los Fugger
de Augsburgo) terminaron por encargarse de su manejo.
Las indulgencias fueron, pues, la causa inmediata de la
protesta que Lutero hizo pública en
aquellas célebres circunstancias. Al
igual que muchos
otros hombres educados de
la época, Lutero
vio en el
tráfico de indulgencias
la manifestación más cruda
y descarnada del
extremo de degradación
al que había llegado la Iglesia para ese momento.
Quizás por ello mismo las “Noventa y Cinco Tesis”, sin
que nadie se
lo propusiese intencionalmente, se difundieron por
toda Alemania con inusitada
rapidez y pronto
levantaron una polémica
que habría de incendiar a Europa entera. Pero las
indulgencias no eran, ni mucho menos, la única situación percibida
por Lutero como
irregular dentro de
la Iglesia. Tampoco constituían la
causa de fondo
que impulsaba el
aún incipiente movimiento
de Reforma. Muchas otras
prácticas de la
Iglesia estaban siendo
puestas en tela
de juicio: La opulencia y suntuosidad de la que vivían rodeados los
altos jerarcas de la Iglesia (y cuyo
punto cúspide lo
representaba la corte
del papa en
Roma), contrastaban con su pretendido papel de guías espirituales. La
posesión de ejércitos propios por parte
del papa, su
continuo involucramiento en
diversas guerras, su intromisión en
asuntos de política,
el nepotismo patente
en los nombramientos eclesiásticos, todo esto hacía
ver al “Vicario de Cristo” como alguien preocupado más por
asuntos mundanos que
espirituales. A esto
se le sumaba,
además, un sinnúmero de prácticas
que, como en el caso de las indulgencias, a todas luces no buscaban otra cosa
que aumentar el drenaje de recursos materiales hacia la Santa Sede.
Ahora bien; Lutero
veía estos males
no como un
alejamiento accidental y pasajero de lo que el discurso oficial de
la Iglesia planteaba como ideal, sino como el resultado inevitable
de una concepción
totalmente errada del
papel que debía jugar
la Iglesia en
el mundo. Las
indulgencias, precisamente por
llevar la depravación eclesiástica
hasta su límite,
revelaban con claridad
cuál era ese problema de fondo que constituía la raíz
de todos los males. En primer lugar, en la práctica de las indulgencias se
hallaba implícita la suposición de que la Iglesia tenía el poder de influir en
los juicios y en las decisiones divinas —si es que no gozaba de control completo
sobre ellos. Sólo
así podía explicarse
que el perdón
de los pecados (en principio, un
acto libre de Dios) pudiese ser garantizado por decisión del papa
o de alguno
de sus agentes.
Las
implicaciones que esto
tenía eran sumamente graves:
si estaba en
manos de los
jerarcas eclesiásticos asegurar
el perdón de los pecados, entonces de ellos dependía también la
salvación del alma, que era el fin último de la vida humana y de la existencia
de este mundo. La Iglesia parecía desplazar a Dios de su sitial de honor y
atribuirse ella misma sus facultades. Por
otra parte, la
práctica de las
indulgencias suponía y
promovía un modo
de relacionarse con Dios que se reducía a una simple negociación
comercial. A Dios parecía no importarle otra cosa que el pago en efectivo que
un pecador le pudiese hacer por concepto de
los pecados cometidos.
No importaba si
el pecador se arrepentía o no de sus pecados, si estaba
genuinamente dispuesto a enmendarse, ni siquiera importaba si tenía fe o no, lo
único que le importaba a Dios, lo único que aseguraba la
salvación, era cuánto
dinero podía pagar
esa persona. En
pocas palabras, dejaba de tener importancia la disposición interna de
cada individuo hacia Dios, su apertura
hacia El, la
experiencia personal que
se pudiese tener
de su presencia. Claro
está, la imagen
de Dios como
un usurero universal
difícilmente podía servir de inspiración para esta clase de experiencias.
El problema de
fondo que las
indulgencias ponían al
descubierto era, entonces, el
que los jerarcas
de la Iglesia
se habían elevado
por encima de los
hombres comunes para convertirse en una especie de elite de “allegados” a Dios,
un grupo de privilegiados que tenía acceso directo al Creador, que podía
influir en sus decisiones y que
se arrogaba el
derecho exclusivo de
hablar en su
nombre.
Esta elevación, a la vez, rebajaba a Dios a la condición
propia de un príncipe terrenal: incapaz
de gobernar el
mundo sin el
apoyo permanente de
sus funcionarios,
eternamente rodeado de su séquito
de cortesanos y
alejado de las
grandes masas, siempre ávido por
acumular riquezas materiales para preservar su gobierno. De este modo entre
el hombre común
y Dios se
abría un abismo
insalvable. El contacto directo entre ambos, sin la
intermediación de la Iglesia, resultaba impensable. Y lo único que los hombres
le debían a Dios era una obediencia incondicional a sus leyes (so pena de
tener que “pagar”
las transgresiones en
esta u otra
vida), sin que importasen en lo más mínimo los móviles
internos de esa obediencia.
Pero, ¿qué había llevado a la Iglesia a elevarse de esa
manera por encima de los demás seres humanos? Para Lutero la causa estaba muy
clara: la Iglesia había caído presa del
pecado más abominable
de todos: la
soberbia. Desde la
época de San Agustín
la soberbia era
entendida como el
vicio fundamental del
cual fluían todos los demás
pecados (MacIntyre, 1998, p. 155). Era lo que hacía que el hombre se olvidara
de Dios y
concentrara todos sus
deseos en torno
a sí mismo,
en el engrandecimiento de su
propio ego. Por el contrario, la humildad, entendida como la sumisión y obediencia a Dios, era considerada como la
virtud fundamental del buen cristiano. La soberbia ya se había hecho presente
en los mismos orígenes de la humanidad,
cuando Adán y Eva probaron
el fruto del
Arbol del Conocimiento movidos por el deseo de ser
iguales a Dios. Ese primer acto de soberbia fue lo que desencadenó su
expulsión del Paraíso
y todos los
males que sobrevinieron
a consecuencia de eso. Del mismo modo, de acuerdo con Lutero, la
soberbia de papa
y sus acólitos parecía haberlos llevado a pensar que eran
algo más que simples seres humanos,
que estaban más
cerca de Dios que
los demás y
que las limitaciones propias de
la condición humana
(como la imperfección
del conocimiento y la
debilidad de carácter) no los afectaban. El lujo, el esplendor mundano, las
ansias de poder y todos las demás abusos en los que había incurrido la Iglesia
de la época no eran para Lutero
sino manifestaciones de
esa gran soberbia.
Por eso, cuando
en 1520 Lutero hace
su primer llamado
público a romper
definitivamente lazos con Roma, lo que denuncia en primer lugar es esa soberbia:
Es algo horrible
y aterrador el
que el líder
de la Cristiandad,
que se presume Vicario de
Cristo y sucesor
de San Pedro,
viva en un
esplendor mundano tan grande que en este aspecto ningún rey ni
emperador pueden igualarlo o, siquiera, acercársele, y que aquel que pretende
el título de “más sagrado” y “más espiritual” sea más mundano que el mundo
mismo. Lleva sobre su cabeza una triple corona, cuando los más grandes reyes
usan una sola; si esto se parece a la pobreza de Cristo y de San Pedro,
entonces se trata de un nuevo tipo de parecido . . . . Si
el papa rezara con lágrimas
a Dios, tendría
que dejar de
lado esas coronas,
pues nuestro Dios no tolera la
soberbia; y su cargo no consiste más que en esto: llorar y rezar a diario por
la Cristiandad, y dar un
ejemplo de toda
humildad. (Lutero, 1520, Abuses to be discussed in Councils;
traducción y énfasis míos).
Más adelante, en
el mismo texto,
Lutero denuncia prácticas
como la de besarle
los pies al
papa, cargarlo como
un ídolo sobre
los hombros, permitirle recibir la
comunión sentado en
vez de arrodillado,
y otras. Pero
su critica no se
limita a estas cuestiones de carácter más superficial, sino que toca también
asuntos de mucha mayor
gravedad y trascendencia. Lutero
pone en duda
dos pilares fundamentales sobre
los que descansaba
el poder del
papa en aquella
época: su potestad exclusiva
para interpretar normativamente la Biblia
y su supremacía política sobre las autoridades
temporales. Ambas pretensiones se basaban en la idea de la superioridad del “estado espiritual” (al que
pertenecía todo el clero) sobre el
“estado temporal” (al que
pertenecían todos los laicos). Lutero rechaza
categóricamente tal superioridad argumentando lo siguiente:
Es pura invención que el papa, los obispos, los sacerdotes y
los monjes deban ser llamados
“estado espiritual”, mientras
que los príncipes,
señores, artesanos y campesinos deban llamarse “estado
temporal”. Esto es, en verdad, una buena pieza de mentira e
hipocresía. Pero nadie
debería sentirse atemorizado
ante esto, y he
aquí la razón: todos los cristianos verdaderamente pertenecen al “estado
espiritual”,
y no hay diferencias entre ellos que no sean las del cargo,
como dice Pablo en I Corintios
12:12. Todos somos
un cuerpo, aunque
cada miembro tenga
su propio trabajo, mediante el
cual sirve a todos los demás, y esto porque tenemos un mismo bautismo, un mismo
Evangelio, una misma fe y todos somos igualmente cristianos; pues el bautismo,
el Evangelio y la fe de por sí nos hacen un pueblo “espiritual” y cristiano.
(Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía) Nótese que Lutero
parte aquí de
una idea de
igualdad fundamental entre todos los seres humanos (o, al menos,
los cristianos) ante los ojos de Dios. Por ello nadie puede alegar, en virtud
del cargo que detenta, que tiene un acceso privilegiado al Creador, y que esto
lo autoriza a gobernar en la Tierra. Tan extravagantes, presuntuosas y torcidas obras del papa
han sido concebidas por
el demonio, con
el fin de
que bajo su
amparo pueda éste
con el tiempo
traer al Anticristo y elevar al papa por encima de Dios, como muchos
están dispuestos a hacerlo y lo han hecho. No es propio de un papa exaltarse a
sí mismo por encima de las autoridades temporales, excepto en labores
espirituales tales como predicar o absolver. En otras cosas él debe ser súbdito
. . . . Sus nobles están en el deber de impedir y castigar tal tiranía. El no
es Vicario de Cristo en el Cielo, sino de Cristo tal como
éste caminó sobre
la Tierra. (Lutero,
1520, The Three
Walls of the Romanists; traducción y énfasis míos)
Vemos, entonces, cómo el problema aparentemente simple de las
indulgencias escondía en su seno una problemática de mucho mayor peso. Lo que
Lutero estaba cuestionando
era la posición
que la Iglesia
pretendía ocupar en el
mundo, y
por tanto el
papel que le correspondía desempeñar
ante Dios y los
hombres. Pero no
sólo eso. Si
examinamos con cuidado
las citas anteriores, notamos que
el problema del
papel de la
Iglesia estaba llevando
a Lutero a plantearse cuestionamientos aún más radicales,
tales como: ¿cómo debe practicarsela
virtud cristiana de la humildad?
¿en qué consiste
nuestra condición como cristianos ante los ojos de Dios? ¿cuál
es la naturaleza de una comunidad cristiana?
¿cómo debe ejercerse en ella la autoridad? Eran preguntas
que interrogaban por la condición humana, por el papel que nos correspondía
jugar dentro de la Creación, por el modo
como debíamos conducir
nuestras vidas y
los bienes que
debíamos perseguir. Pero, yendo aún más a fondo, la protesta de Lutero
estaba poniendo sobre la mesa preguntas
estrictamente teológicas, como
por ejemplo: ¿Cómo
gobierna Dios al mundo
y por qué
necesita a un
Vicario? ¿En qué
consiste la dualidad “espiritual” vs. “temporal”? ¿Qué es el bautismo? ¿De qué
depende el perdón de los pecados y la
salvación del alma?
Las respuestas que
Lutero estaba empezando
a formular a todas estas preguntas entraban en conflicto con las
doctrinas establecidas por la Iglesia —de hecho, con gran parte del acervo
teórico acumulado durante los últimos siglos. Estas doctrinas dominantes, a los
ojos de Lutero, no eran más que producto
de la soberbia
que había cegado
a la Iglesia
y que le
había impedido atender e
interpretar con el debido cuidado la palabra de Dios. La única función de tales
doctrinas era justificar, legitimar y promover esa misma soberbia que las había
originado.
No es de extrañar, entonces, que una de las reformas que
Lutero vio como más urgente fue la de las Universidades. Las Universidades, por
la naturaleza de su actividad, eran el lugar más indicado para llevar a cabo el
tipo de debate que Lutero estaba proponiendo y para comprobar la legitimidad de
sus planteamientos. De estas instituciones, por tanto, podía y debía partir un
movimiento de profunda reforma de toda
la cristiandad. Pero
las Universidades eran,
precisamente, los principales centros de
elaboración, difusión y defensa
de aquellas concepciones erróneas
que Lutero estaba combatiendo:
Los asuntos de
los que hablo
son de domino
público, y sin
embargo carezco de palabras para contarlos. Los obispos, los
sacerdotes y, sobre todo, los doctores en las
Universidades, que cobran
sus salarios para
tales fines, debieron
haber cumplido con su deber y haber escrito y gritado contra estas
cosas; pero han hecho todo lo contrario.
(Lutero, 1520, Abuses
to be discussed
in Councils; traducción mía.)
El que las Universidades hayan podido ponerse al servicio de
los errores y abusos de la
Iglesia le indicaba
a Lutero que
estas instituciones también
habían caído presa de la generalizada
decadencia espiritual y se habían
olvidado de la misión
original que les
dio su sentido:
defender la verdadera
fe cristiana de
todo error, pecado y herejía. Hacía falta, entonces, encaminarlas
nuevamente hacia esa misión, lo que
implicaba depurar el
currículo universitario de
gran parte del material
de estudio que
con el tiempo
allí se había
acumulado hasta obstruir
por completo el acceso a la Palabra de Dios.
¿Qué otra cosa
son las Universidades, si
su condición presente
permanece inalterada, que, como dice 2 Macabeos 4:9,12, Gymnasia
Epheborum et Graecae gloriae (“lugares para entrenar a los jóvenes en la gloria
de los griegos”), donde prevalece la vida disoluta, las Sagradas Escrituras y
la fe cristiana poco se enseñan y el ciego y pagano maestro Aristóteles reina
por doquier, incluso más que Cristo? (Lutero, 1520, Proposals for Reform, Part III; traducción
mía)
El cambio curricular planteado por Lutero en ese mismo texto
distaba mucho de ser superficial. Pedía la eliminación inmediata de toda la
filosofía natural y moral de
Aristóteles (Física, Metafísica,
Del Alma, Etica
Nicomaquea), que para
aquel momento constituía el tronco central de la formación
universitaria. En los estudios de
teología proponía disminuir
o eliminar la
lectura de los
Cuatro Libros de Sentencias de Pedro Lombardo y de los
escritos de los Padres de la Iglesia, textos entonces considerados
como básicos e
indispensables para esa
disciplina. En el campo del Derecho, Lutero abogaba por
abandonar el estudio del derecho canónico, lo que para la gran mayoría de los
juristas de la época debía significar, simplemente, la destrucción
del objeto de
estudio de su
disciplina. En resumen,
con estas propuestas Lutero
estaba desmantelando no sólo el currículo universitario medieval —tal como éste había sido concebido y practicado al menos
desde el siglo XIII—, sino las bases mismas de todo el cuerpo de conocimientos
desarrollado en los siglos precedentes.
Todo lo anterior pone en evidencia uno de los aspectos del
pensamiento de Lutero que resulta de la mayor importancia para la investigación
que aquí estamos adelantando. Se trata de que, más allá de los asuntos
circunstanciales que ocupaban la
atención de Lutero
de manera explícita
—como, por ejemplo,
el caso de las
indulgencias—, su pensamiento
parecía estar destinado
a cuestionar a
fondo la totalidad del orden que
hasta ese momento había regido a las sociedades europeas.
Lo que Lutero
estaba poniendo en
tela de juicio,
quizás sin ser
plenamente consciente de ello, eran las bases mismas de las
instituciones, de la religiosidad y del saber medievales. El terreno fértil en
el que cayó tal cuestionamiento muestra que su llegada se dio en el momento
oportuno, y que una nueva humanidad pugnaba ya por emerger de las ruinas del
orden medieval.
Vale le pena detenernos un momento en torno a este último
comentario sobre el carácter “arruinado” del orden medieval para la época de
Lutero. Como hemos visto, Lutero estaba
convencido de que
los múltiples abusos
de la Iglesia
de su época se debían, en gran
medida, a las falsas doctrinas que se habían impuesto en los siglos precedentes
y que aún seguían dominando en sus tiempos. Parece claro, sin embargo,
que ninguno de
los pensadores medievales
que contribuyeron a dar
forma a
tales doctrinas habría
estado dispuesto a
justificar o legitimar
aquellos vergonzosos procederes que Lutero enfrentaba en su época.
Ninguno de ellos habría esperado
que su pensamiento
algún día fuese
a servir sistemáticamente como sustento para
unas prácticas a
todas luces perversas
y viciadas. Cabría
suponer, entonces, que el
uso que se
le daba a
tales doctrinas a
principios del siglo
XVI constituía una degeneración del sentido que ellas tenían en su
contexto original. Al parecer,
entonces, ese contexto
original, ese orden
medieval que les
había dado sentido, estaba
ausentándose ya en la época de Lutero. Más aún, sólo de ese modo podemos
explicar el hecho de que el pensamiento de Lutero haya podido poner en
duda aspectos fundamentales
del orden medieval.
Si Lutero aún
hubiese estado sometido a su poder, no habría sido capaz de distinguir esos aspectos fundamentales, de
hacerlos tema, de planteárselos como problema. Por el contrario, habría permanecido
aprisionado dentro de ellos: su pensamiento, sin él saberlo, los habría asumido
como dogmas incuestionables.
Algunos acontecimientos históricos que tuvieron lugar
durante los dos siglos precedentes al comienzo de la Reforma parecen corroborar
la idea de que el declive del orden medieval estaba en marcha desde hacía ya un
bien tiempo.
No hay duda de que la corrupción y la decadencia en el seno
de la Iglesia, con la consiguiente caída de su prestigio y autoridad, habían
comenzado ya desde principios del siglo XIV.
El período conocido
como el “Cautiverio
Babilónico de la
Iglesia” (1309- 1377), durante el
cual el papado cambió su tradicional residencia en Roma por la ciudad francesa
de Avignon, inauguró una época de creciente confusión en torno a la legitimidad
del papa de turno, precipitando, finalmente, la crisis conocida como el Gran Cisma
de Occidente (1377-1417),
cuando Europa tuvo
que presenciar el insólito espectáculo de tres papas rivales
disputándose la silla de San Pedro. Poco tiempo
después el primero
de los Borgia
asumía el cargo
de Sumo Pontífice (Calixto III),
dando inicio a uno de
los periodos más
tristemente célebres en la
historia de la Iglesia católica.
Pero no sólo
el liderazgo espiritual,
sino también el
liderazgo temporal de Europa
estaba atravesando por un proceso
de fragmentación y
desmoronamiento. Desde la coronación de Carlomagno como emperador, en el
año 800, Europa había soñado con la
unificación política de toda la
cristiandad bajo un
único gran Imperium Christianum
(llamado posteriormente “Sacro
Romano Imperio”). Este proyecto, aunque encontró siempre
enormes dificultades a su paso y nunca llegó a realizarse de
manera plena, siguió
vigente como proyecto
por lo menos
hasta el siglo XIII.
A partir de
ese momento, sin
embargo, pese a
que el título
formal de Emperador del
Sacro Romano Imperio
continuó siendo utilizado
(de hecho hasta 1806),
las pretensiones territoriales
se hicieron cada
vez más modestas,
llegando finalmente a cubrir
sólo el área
correspondiente hoy día
a Alemania. Al
mismo tiempo Europa se dividía y fragmentaba en una serie de monarquías
independientes que entablarían una multitud de
prolongados conflictos armados
en los siglos venideros.
Lo anterior muestra que las dos principales instituciones
que reflejaban, en diferentes planos, el orden, la unidad y la armonía del
mundo medieval, entraron en un proceso de franco deterioro después del siglo XIII. Dicho
deterioro, junto con los conflictos y dilemas que traía para la sociedad
europea, lo encontramos reflejado, por
ejemplo, en una
de las obras
literarias más emblemáticas
del siglo XIV:
el Decamerón de Giovanni Boccaccio (1353). En ella su autor nos dibuja
la imagen de una ciudad —Florencia— que, ante la expansión vertiginosa de la
peste bubónica, se sumerge en
el caos absoluto.
Tanto las autoridades
temporales como las
espirituales abandonan sus cargos y deberes, dejando a la
sociedad a la intemperie del
“¡sálvese quien pueda!”.
El egoísmo humano
empieza a desbordarse
y a producir innumerables
horrores, ante lo cual aparecen no sólo difíciles decisiones morales sino
también la necesidad de re-evaluar globalmente el sentido de la vida humana. En
particular el valor de la vida monástica, con su ascetismo y desprecio por lo
mundano, queda en
entredicho: las difíciles
circunstancias hacen que
esa máscara hipócrita de
elevación espiritual ruede
por el suelo,
revelando la ignorancia, la
avaricia y la lujuria que reina en aquellos recintos. Por oposición, otro modo
de vida, más condescendiente con las necesidades y los placeres del mundo
natural, empieza a abrirse camino.
La imagen del monasticismo que nos presenta Boccaccio se ve
reforzada por algunos datos historiográficos que
dan cuenta de
la decadencia intelectual
que empieza a sufrir el clero desde fines del siglo XIII, y que se
profundiza aún más en los siglos siguientes.
Diversos documentos de
la época revelan
una creciente preocupación de
algunos jerarcas eclesiásticos
por el manifiesto
desconocimiento del latín
que reina en la mayoría
de los monasterios.
Cada vez más
sacerdotes y monjes son
incapaces de leer
y entender correctamente el
latín, mucho menos
de hablarlo y escribirlo.
Este problema sólo
puede ser comprendido
en toda su magnitud
al recordar que, a
lo largo de toda la
Edad Media, el
latín fue el
único idioma de la cultura y del saber, al punto de que su
desconocimiento cerraba por completo el acceso a cualquier tipo de formación
intelectual. Quien no conocía el latín, ni siquiera podía leer la Biblia en su
versión estándar (conocida desde el siglo VI como la Vulgata), y mucho menos interpretarla y exponerla
de manera acertada. Obviamente esta situación tenía que traer consecuencias
nefastas para la educación que se impartía
en los monasterios
de la época
—que de hecho
era la única educación pre-universitaria existente—
donde la ignorancia de los profesores crecía a la par de la brutalidad de sus
métodos (Bowen, 1975, Vol. 2, p. 239).
Vale la pena
observar que el
problema de la
desaparición del latín
no constituía sólo un problema de la Iglesia y de la educación que ésta
impartía en sus instituciones. Entre los siglos VI y IX el latín dejó de
hablarse en su forma clásica y se transformó gradualmente en una serie de
lenguas vernáculas que dieron origen a los
idiomas modernos de
Europa. Para el
siglo X el
latín ya no
era el idioma
de ningún pueblo en particular, y desde el siglo XI todo el que
estudiaba latín no tenía más remedio que enfocarlo como una lengua extranjera.
En los siglos XIII y XIV la pérdida
del latín en
el conjunto de
la población ya
era manifiesta (Bowen,
1975, Vol. 2, p. 234). Ahora bien; como ya hemos dicho, el latín era el
idioma en el que estaban contenidos todos los conocimientos y toda la tradición
literaria de la Europa de aquel entonces. Era, por tanto, el idioma portador de
la cosmovisión propia de aquellas
sociedades medievales, el
depositario de su
orden de sentido.
Sólo por intermedio del latín
este orden podía subsistir, dominar y reproducirse en la cultura europea. Incluso
las clases más
bajas e incultas
podían ser penetradas
por esa cosmovisión gracias a que
podían comprender lo que se decía en las misas a las que asistían regularmente (que hasta bien entrado el siglo XX se oficiaron exclusivamente en
latín). Podemos imaginar, entonces, los efectos que debió haber tenido la
pérdida del latín en el común de la sociedad, seguida de su pérdida hasta en
las clases más cultas. Este evento no consistió, simplemente, en la sustitución
de un “sistema de signos” por otro, como pensaríamos hoy en día. La pérdida del
latín necesariamente tuvo que significar la pérdida del poder que aquel orden
de sentido ejercía sobre la
cultura europea. Por
ello no sería
descabellado afirmar que el
desmoronamiento del orden
medieval tuvo que
estar estrechamente asociado
a la pérdida del latín como
idioma básico de la civilización europea.
Sea como fuere,
todos estos acontecimientos sin
duda eran testigos
del proceso de declive del mundo medieval. A ellos habría que sumarles,
también, dos importantes eventos históricos que tuvieron lugar en vida de Lutero: el
descubrimiento de América
(1492), y la
aparición del modelo
copernicano del universo (1543).
Es bien conocido que ambos eventos chocaban abiertamente con la imagen medieval
del mundo, e incluso con algunos de los supuestos más básicos sobre los
que se fundaba
el saber de la Edad
Media. En términos
generales, entonces, podemos decir
que para la
época de Lutero
el orden medieval
ya no parecía capaz de seguir
dándole sentido ni a la vida humana en su totalidad, ni a los asuntos
particulares que los seres humanos enfrentaban a su paso por esa vida. Pero
tampoco había surgido aún un orden nuevo y diferente que fuese capaz de
sustituir al anterior.
En tales
circunstancias era inevitable
que la vida
humana perdiese su sentido de trascendencia y, por
consiguiente, fuese dominada por un afán egoísta de satisfacer deseos
inmediatos. Esto, quizás,
podría explicar el
mar de excesos
y vicios en los que parecía estar ahogándose la sociedad europea de
aquel entonces.
Hasta ahora hemos estado bosquejando someramente la
situación en la que se encontraba Lutero
al momento de
emprender su proyecto
de Reforma, a principios del siglo XVI. Tal bosquejo
constituye un primer intento por desplegar el contexto que impulsa y le brinda
sentido a dicha Reforma y al proyecto educativo que la acompaña. Sin embargo,
antes de pasar a examinar ese proyecto educativo debemos advertir que el
mencionado contexto de sentido aún no ha sido desplegado por nosotros
con suficiente profundidad. Se
han anunciado algunos
de los principales temas que la
Reforma pone en juego, y se ha mostrado que dichos temas apuntan hacia
una transformación de
la cosmovisión o
el orden de
sentido de la cultura europea. Pero todavía no se ha
hecho claramente visible en qué consiste esta transformación de fondo,
cuál es el
orden que cede
y cuál el que avanza.
Como veremos más adelante,
la discusión en
torno al proyecto
educativo de Lutero
nos ayudará a completar
el despliegue en
profundidad de ese
gran contexto histórico que le da sentido.
Hemos visto que
ya en 1520,
cuando Lutero llama
por primera vez
a la nobleza alemana
a rebelarse contra
el papado en
Roma, una de
las reformas que más
le preocupa es
la de las
Universidades. A partir
de ese momento,
la preocupación por el tema de la educación será una constante en la vida
de Lutero y de sus más
cercanos colaboradores. Uno
de ellos, Philip
Melanhtchon, jugará un papel de tan crucial importancia en el
establecimiento de escuelas y la reforma de universidades, que
aún en vida
será conocido como
Praeceptor Germaniae (“Maestro de Alemania”). Las voces de estos hombres no
fueron desoídas por los gobernantes
de su época,
y bajo su
patronazgo pronto se
inició un proceso
de transformación de las
instituciones educativas alemanas.
Dicha transformación rindió su
fruto más maduro en 1537, cuando Johannes Sturm creó en Estrasburgo el
primer Gymnasium alemán,
institución que sería
copiada en todo
el resto del continente europeo,
especialmente en los
países que habían
adoptado la Reforma protestante (Kimball, 1995. p. 93).
La mayor parte de las ideas educativas de Lutero se halla
contenida en dos de sus obras: La primera de
ellas, compuesta en
1524, tiene la
forma de una
carta abierta A los regidores de todas las ciudades de Alemania, para
que establezcan y mantengan
escuelas cristianas (“An
die Radsherrn aller
Stedte deutsches Lands: Das
sie Christliche Schulen
auffrichten und hallten
sollen”). La segunda
es el sermón De
mantener a los
niños en la
Escuela (“Dass man
Kinder zur Schulen halten solle”),
escrito en 1530.
En ambos escritos el
pensamiento de Lutero
está combatiendo, una y otra vez, a un mismo enemigo que se presenta
bajo diferentes formas: la sujeción
de la educación
al poder de
“Mammón” —el demonio
que personifica la avaricia,
la búsqueda desenfrenada de riquezas materiales.
Consideremos la opinión
de Lutero acerca
del estado en
el que se
encuentra la educación en sus
tiempos:
En primer lugar, hoy estamos presenciando, en todas las
tierras alemanas, cómo por doquier las
escuelas están siendo
abandonadas y van a la
ruina. Las universidades se
están debilitando y
los monasterios van
en declive. .
. . Pues ahora se está poniendo en evidencia, por
medio de la Palabra de Dios, cuán poco cristianas son
estas instituciones y cómo ellas
están dedicadas únicamente
a las barrigas de los hombres.
(Lutero, 1524, p. 348; traducción mía)
El que dichas instituciones fuesen “poco cristianas” y
estuviesen “dedicadas únicamente a la barriga de los hombres” significaba para
Lutero dos cosas. Primero, que
quienes enviaban a
sus hijos a
aquellas instituciones educativas
no tenían en mente
ponerlos al servicio
de Dios, sino
sólo hacerlos partícipes
del bienestar material que
normalmente brindaba la carrera eclesiástica. Prueba de ello es que, en el
mismo momento en que el flujo de riquezas hacia los monasterios fue cerrado por la Reforma, los padres dejaron de enviar a sus hijos a
estudiar en esas instituciones.
Las masas volcadas hacia lo carnal están empezando a darse
cuenta de que ya no tienen la obligación o la oportunidad de empujar a sus
hijos, hijas y familiares a los claustros
y fundaciones, y
de echarlos de
sus propias casas
y propiedades para establecerlos en las propiedades de
otros. Por ese motivo ya nadie desea que sus hijos obtengan una educación.
“¿Por qué”, dicen ellos, “debemos preocuparnos por enviarlos a las escuelas si
no se van a convertir en sacerdotes, monjes o monjas? Mejor que aprendan a
ganarse el sustento.” (Lutero, 1524, p. 348; traducción mía)
[Satanás] engaña a la gente común haciendo que no quieran
mantener a sus hijos en las escuelas ni exponerlos a la instrucción. Pone en
sus mentes la idea mezquina de que, dado que el monacato y el sacerdocio ya no
ofrecen la esperanza que una vez brindaron,
entonces ya no
es necesario estudiar
ni hace falta
que haya gente educada, y
que en vez de eso
tenemos que pensar
sólo en cómo
ganarnos el sustento y hacernos
ricos. (Lutero, 1530, p. 217; traducción mía)
Pero estas instituciones también eran “poco cristianas” y
estaban “dedicadas a las barrigas de los hombres” por el modo como funcionaban,
el tipo de enseñanza que se impartía en ellas y, sobre todo, por lo que animaba
su misma existencia.
[El estado espiritual]
tal como lo
conocemos hoy en
los monasterios y fundaciones . . . . no es más que un
estado fundado por la sabiduría mundana con el propósito de obtener dineros y rentas. No hay nada
espiritual en él, excepto el hecho de que los miembros del clero no están
casados . . . . aparte de esto todo lo demás es mera pompa externa, temporal y
perecedera. Ellos no prestan atención a la Palabra de Dios ni al oficio de
predicar —y donde la Palabra no se usa, el clero tiene que ser malo. (Lutero,
1530, p. 220; traducción mía)
Las escuelas no eran para los monasterios sino otra forma de
asegurar que el dinero siguiese fluyendo a sus insaciables arcas. Pero, a pesar
de las grandes sumas de dinero que los padres debían donar por la educación de
sus hijos, el resultado de esta dicha educación era nefasto:
Los niños podían
ser conducidos, empujados
y confinados a
los monasterios, iglesias, fundaciones
y escuelas a un costo
inexpresable —todo lo
cual era una pérdida total. (Lutero, 1530, p. 256;
traducción mía)
En verdad, ¿qué es lo que los hombres han estado aprendiendo
hasta ahora en las universidades y monasterios excepto cómo convertirse en
asnos, brutos y tarugos? Durante veinte, incluso cuarenta años estudiaban
minuciosamente sus libros, y aún así fallaban en
dominar el latín
o el alemán,
sin hablar de
la vida inmoral
y escandalosa allí reinante, donde muchos buenos jóvenes fueron
vergonzosamente corrompidos. (Lutero, 1524, p. 351-352; traducción mía)
Pero la avaricia también gravitaba sobre la educación por
otra vía: era debido a ella que las autoridades temporales tampoco se afanaban
demasiado en promover el
establecimiento de escuelas.
En vez de
ello sólo tenían
puesta la mira
en su propia riqueza y poder, o,
en el mejor de los casos, en la riqueza y el poder de sus países. Por eso
Lutero tiene que recordarles:
Los príncipes y
señores deberían estar
adelantando [esta labor
educativa] . .
. . pero sus inaplazables
necesidades consisten en pasear en trineo, beber y desfilar en bailes de disfraces. Cargan con el peso de sus elevadas e
importantes funciones en la bodega,
en la cocina
y en el
dormitorio. Y los
pocos que podrían
estar dispuestos a adelantarla permanecen temerosos de los otros, no sea
que los tomen por tontos o herejes. (Lutero, 1524, p. 368; traducción mía)
Mis queridos señores,
si debemos gastar
cada año sumas
tan considerables en cañones,
caminos, puentes, represas
e innumerables cosas
de ese tipo
para asegurar la paz temporal y
la prosperidad de una ciudad, ¿por qué no deberíamos destinar mucho más a la
pobre juventud desatendida —al menos lo suficiente para emplear a uno o dos
hombres competentes para enseñar en las escuelas? (Lutero, 1524, p. 350;
traducción mía)
El bienestar de
una ciudad no
consiste únicamente en
acumular vastos tesoros, construir poderosas
murallas y magníficos
edificios, y producir
una buena provisión de
cañones y armaduras.
De hecho, cuando
tales cosas abundan
y se apodera de ellas algún tonto
temerario, es tanto peor, y la ciudad sufre una pérdida tanto mayor. (Lutero,
1524, p. 356; traducción mía)
Pero esta concentración de riquezas materiales, esta
avaricia que conducía a un descuido de
la educación, formaba
parte, según Lutero,
de una actitud
más general: la de
no agradecer a
Dios los bienes
que éste nos
dispensa. En efecto, Lutero hace
ver a sus
lectores el importante
papel que juega
la educación en la
preservación de dos oficios creados por Dios para nuestro bien: el llamado
“estado espiritual” y el
gobierno terrenal. El
primero de ellos
permite que los
hombres alcancemos nuestro fin supremo en cuanto seres espirituales: la
salvación del alma.
El segundo nos permite alcanzar nuestro bien máximo en
cuanto seres dotados de cuerpo: la protección
de nuestras vidas.
Lutero presenta la
naturaleza de ambos oficios del siguiente modo:
Espero que los creyentes, aquellos que desean ser llamados cristianos,
sepan muy bien que el estado espiritual ha sido establecido e instituido por
Dios, no con oro y plata, sino con la preciosa
sangre y la
amarga muerte de
su único hijo,
nuestro Señor Jesucristo [I Ped. 1:18-19] . . . . El pagó caro para que
los hombres pudieran tener por doquier
este oficio de
predicar, bautizar, desenlazar,
vincular, dar el sacramento, confortar,
advertir y exhortar
con la Palabra
de Dios y
todo lo que pertenezca al
oficio de pastor.
Pues este oficio
no sólo ayuda
a continuar y mantener esta vida temporal, y todos los
estados mundanos, sino que también da vida
eterna y libera
del pecado y
de la muerte,
lo que constituye
su labor más propia y principal. (Lutero, 1530, p.
220; traducción mía)
El gobierno terrenal es una ordenanza gloriosa y un don
espléndido de Dios, quien lo ha instituido
y establecido y
desea que éste
se mantenga como
algo indispensable para los
hombres. Si no
hubiese gobierno terrenal,
un hombre no podría mantenerse en pie frente a otro;
cada uno necesariamente devoraría al otro, como las bestias irracionales se
devoran entre sí. Así, pues, del mismo modo como es función y honor del oficio
de predicar hacer santos a los
pecadores, vivos a los muertos,
salvos a los
condenados e hijos
de Dios a los hijos
del demonio, así también
es función y honor
del gobierno terrenal
hacer hombres de
las bestias e impedir que los hombres se conviertan en bestias
. . . . ¿No pensáis que si las aves y las bestias pudieran ver el gobierno
terrenal existente entre los hombres dirían —si pudieran hablar—
“¡Oh, humanos! ¡Comparados
con nosotros no
sois humanos sino dioses!
¡Qué seguridad tenéis,
tanto vosotros como
vuestras pertenencias, mientras
que, entre nosotros, ninguno está a salvo del otro ni por un momento, en cuanto
a la vida, al hogar y a la provisión de alimento se refiere! (Lutero, 1530, p. 237-238;
traducción mía)
Ahora bien; estos magníficos dones de Dios —de los que
dependen los dos bienes más importantes
de la vida
humana— sólo pueden
ser mantenidos por nosotros
por medio de
la educación de
nuestros hijos. En
otras palabras, sólo gracias
a una buena
educación podremos formar
a los buenos
pastores y a los
buenos gobernantes que
Dios desea que
tengamos. De manera
que, cuando descuidamos la
educación, no sólo estamos condenando nuestras almas y nuestros cuerpos a
un infierno en
ésta y en
la otra vida,
sino que, sobre
todo, estamos despreciando esos
dones maravillosos que nos ha otorgado el Creador en su infinita bondad.
Despreciamos vergonzosamente a Dios cuando nos negamos a
entregar a nuestros hijos para este
glorioso y divino
trabajo y, en
vez de ello,
los sumimos en el
servicio exclusivo de la barriga y de la avaricia, haciéndoles aprender nada
más que a buscar el
sustento, como puercos
revolcando por siempre
sus narices en el
estiércol . . . . (Lutero, 1530, p. 241; traducción mía)
Descuidáis este
servicio como si no fuese asunto vuestro, o como si fueseis
más libres que otros hombres y no tuvieseis que servir a Dios, sino que
pudieseis hacer con vuestros hijos y vuestras propiedades exactamente lo que os
place, aún cuando Dios y su reino mundano y espiritual tengan que caer al
abismo. Pero, al mismo tiempo,
queréis hacer uso
diario de la
protección, la paz
y la ley
del imperio; queréis tener el
oficio de predicador y la palabra de Dios disponibles y a vuestro
servicio. Queréis que
Dios os sirva
de gratis, tanto
con el predicar
como con el gobierno terrenal, de manera que vosotros
podáis tranquilamente alejar a vuestros hijos de El y enseñarles a servir sólo
a Mammón. ¿No pensáis que Dios algún día lanzará una condena definitiva a
vuestra avaricia y a vuestra preocupación por la barriga y os destruirá a
vosotros, a vuestros hijos y a todo lo que tenéis aquí y en el más allá?
Estimados amigos, ¿no
se aterra vuestro
corazón ante esta
abominable abominación —vuestra idolatría, desprecio a Dios e
ingratitud, vuestra destrucción de ambas instituciones y ordenanzas de Dios, la
injuria y ruina que infligís a todos los hombres? (Lutero, 1530, p. 243;
traducción mía)
Así, pues, una abominable ingratitud domina a los hombres
haciendo que se olviden de Dios y no vean más allá de sus barrigas. Pero esta
ingratitud luce aún mayor ante una nueva observación de Lutero: Dios no sólo ha
ordenado, en general, la existencia de muchas cosas buenas para los seres
humanos, sino que, además, en ese momento histórico particular, ha hecho aparecer ciertas condiciones
especialmente propicias en Alemania para fomentar la buena educación. Entre
tales condiciones Lutero destaca la presencia de muchos hombres cultos y
educados que podrían brindar un gran servicio como educadores:
No debemos aceptar la gracia de Dios en vano y descuidar el
tiempo de salvación. Dios
todopoderoso graciosamente nos
ha visitado a
nosotros los alemanes
y proclamado un verdadero año de jubileo. Hoy tenemos el grupo de los
mejores y más educados hombres, adornados con las lenguas y todas las artes,
que podrían también rendir un
verdadero servicio si
sólo nosotros los
utilizáramos como instructores de
la juventud. ¿No es evidente que ahora somos capaces de preparar a un muchacho
en tres años, de modo que a la edad de los quince o dieciocho sabrá más que lo
que han sabido todos los monasterios y universidades? . . . . Ahora que Dios nos ha
bendecido tan
ricamente, y provisto
con tantos hombres
capaces de instruir y entrenar
bien a la juventud, sin duda es imperativo que no arrojemos tal bendición al
viento ni desoigamos
su llamado. (Lutero,
1524, p. 351-352; traducción mía)
Pero la aparición
de estos hombres “adornados con las lenguas
y todas las artes” sólo forma parte de un
acontecimiento histórico de aún mayor envergadura que Dios
ha dispuesto para
beneficio de la
educación y de
la Reforma: el renacimiento de las lenguas latina, griega
y hebrea. En efecto, Lutero dice:
Ahora que las
lenguas has sido
revividas, están trayendo
consigo tanta luz y
logrando cosas tan grandes, que el mundo entero se maravilla y tiene que
reconocer que tenemos el evangelio tan
puro y inmaculado como lo tuvieron los
apóstoles, que ha sido completamente restaurado en su pureza original, mucho
más que en los tiempos de San Jerónimo y San Agustín. (Lutero, 1524, p. 361;
traducción mía)
Para comprender la
importancia de este
punto debemos recordar
que la Biblia fue
escrita en hebreo
(el Antiguo Testamento)
y en griego
(el Nuevo Testamento) y
que se difundió
por todo el
antiguo Imperio Romano
gracias a su traducción al latín. Este hecho histórico
no es visto por Lutero como algo casual, sino como prueba de que estas tres
lenguas fueron escogidas intencionalmente por Dios para
difundir su Palabra
entre los hombres.
No se trata,
por tanto, de
tres “sistemas de signos” cualesquiera que podrían ser
sustituidos por cualquier otro sin que
se vea afectada
nuestra comprensión de
la Palabra de
Dios. Muy por el
contrario, Lutero sugiere
que la decadencia
espiritual de la
Iglesia empezó, precisamente, en
el momento en que empezaron a declinar las lenguas, lo que trajo como
consecuencia la pérdida del evangelio en su pureza:
Tan pronto como las lenguas, luego de la época apostólica,
declinaron hasta casi esfumarse, el evangelio, la fe y la cristiandad
declinaron más y más hasta que, bajo el
papa, desaparecieron por
completo. Luego del
declive de las
lenguas, la cristiandad presenció
pocas cosas de valor; en su lugar emergieron muchas terribles
abominaciones a causa
de la ignorancia
de las lenguas.
(Lutero, 1524, p.
361; traducción mía)
Efectivamente, desde los mismos inicios de la Edad Media el
conocimiento del griego y del hebreo desapareció casi por completo en Europa.
Un pensador de la talla de San
Agustín, por ejemplo,
cuyo obra dominó
por siglos a
la teología medieval, tenía sólo
un conocimiento muy rudimentario de ambos idiomas. En los escritos que
estamos discutiendo, Lutero
indica, de hecho,
explícitamente, varios errores de
interpretación cometidos por San Agustín en su exposición de la Biblia,
mostrando que éstos provienen de un dominio deficiente del hebreo. El latín,
por su parte, como ya lo mencionamos anteriormente, fue perdiendo el carácter
de lengua básica de la
civilización europea para
convertirse paulatinamente en el lenguaje especializado de una minoría de
estudiosos. Esta condición
de lenguaje técnico
o especializado inevitablemente fue restándole al latín la vitalidad y
el vigor propios de una lengua viva. A esto hay que agregarle, además, el
hecho de que gran parte de las obras clásicas de la antigüedad se perdieron al
principio de la Edad Media, razón por la cual durante siglos escasearon buenos
ejemplos de un uso excelente de estas lenguas. Fue apenas en el siglo XIV, con
el trabajo de Petrarca, que ciertos círculos intelectuales se dieron a la tarea
de recuperar el legado discursivo de la antigüedad, explorando sistemáticamente
los sótanos olvidados y las bibliotecas polvorientas de muchos monasterios,
iglesias y conventos.
Esta fue la
labor que dio
origen al humanismo renacentista
y que trajo
consigo, también, el
“renacimiento de las lenguas” del que habla Lutero.
Esta situación duró
hasta que, como
hemos visto, las
lenguas y las
artes fueron recuperadas laboriosamente —aunque
de manera imperfecta—
de pedazos y fragmentos de viejos libros, ocultos entre
polvo y gusanos. Los hombres aún los
buscan penosamente cada
día, como gente
que escarba entre
las cenizas de una
ciudad arruinada, buscando tesoros y joyas. (Lutero, 1524, p. 374; traducción
mía)
Nótese, sin embargo,
que este Renacimiento
tampoco podía ser
visto por Lutero como un hecho
fortuito:
Anteriormente
nadie sabía por
qué Dios había revivido las
lenguas, pero ahora vemos,
por primera vez,
que esto fue
hecho por el
bien del evangelio;
El se propuso traerlo a la luz y
utilizarlo para exponer y destruir el reino del Anticristo.
(Lutero, 1524, p. 359; traducción mía)
Ahora bien; retomado
el hilo de
nuestro argumento, nótese
que esta ingratitud que Lutero
identifica como la causa de fondo de los males que aquejan la educación de
sus tiempos, está
estrechamente vinculada con
la incapacidad para apreciar el orden global en el que se
inserta la vida humana. “Apreciar” en el doble sentido de
ver dicho orden
y de reconocer
su valor, su
bondad. Los hombres,
en lugar de “apreciar”
tal orden, lo
han estado “despreciando”, han estado viviendo como si no hubiese nada “más allá de
sus propias barrigas”. Hemos visto que esta situación en
buena medida se
debe a la
pérdida de las
lenguas, que trajo
como resultado una comprensión
deficiente de la
Biblia. Ahora, gracias
a que Dios
ha “revivido las lenguas”,
tenemos la oportunidad
de recuperar la
Biblia en toda
su pureza y, a través de ella, aprender nuevamente a apreciar el orden
de la Creación.
Es por eso que todos los esfuerzos de Lutero van dirigidos a
lograr que sus lectores puedan apreciar ese orden global y, gracias a ello,
reconocer la terrible ingratitud en la que han estado sumidos.
Sólo pensad cuantas cosas buenas Dios os ha dado y os sigue
dando todos los días de manera completamente gratuita: cuerpo y alma, casa y
hogar, esposa e hijo, paz terrenal,
el servicio y uso de
todas las criaturas
en el Cielo
y en la
Tierra; y, además, el
evangelio y el
oficio de predicar,
el bautizo, el
sacramento y todo
el tesoro de Su Hijo y Su Espíritu. Y todo esto no sólo sin ningún
mérito de vuestra parte, sino además sin costo ni inconveniencias para vosotros
. . . . Lo tenéis todo, y todo de manera
gratuita, y sin
embargo no mostráis
ni una partícula
de agradecimiento. En vez
de ello dejáis
que el reino
de Dios y
la salvación de las
almas de los hombres vayan a la ruina; incluso ayudáis a destruirlos. (Lutero,
1530,
p. 254; traducción mía)
Vale la pena hacer tres observaciones en relación con esto.
La primera es la estrecha relación que
aquí se establece
entre la capacidad
o incapacidad para entender
globalmente el sentido
de las cosas
y la actitud
o el humor
bajo el cual vivimos nuestras vidas. Cuando no
logramos ver “más allá de nuestra barriga” —es decir, cuando no vemos aquello
que nos trasciende, aquello que da “lugar” a nuestra existencia— no
podemos preocuparnos por
otra cosa no sea nuestra
barriga: sólo atendemos nuestras
necesidades inmediatas, nuestros
deseos inmediatos, nuestro entorno inmediato,
nuestro futuro inmediato, etc. Nuestra
vida no se
debe a nada más
allá de sí
misma, no se
debe a nada
más que a
ella misma, en
una palabra, carece de
trascendencia. Por el contrario, cuando vemos que, más allá de nosotros, hay un
orden que le ofreció espacio a nuestra existencia, y que nos sigue acogiendo
para que
podamos seguir siendo
en su seno,
nuestra vida se
transforma en un interminable gesto de agradecimiento que
se realiza cuidando y preservando dicho orden para que éste pueda seguir
siendo. Se trata de una vida que no se vive para sí misma, sino para algo que
va más allá de ella misma. Es una vida que eternamente se debe a (está en deuda con) el Todo en el que se inserta.
En pocas palabras, se trata de una vida con sentido de trascendencia.
La segunda observación
es que ahora,
a la luz
de lo anterior,
podemos entender mejor por qué en los momentos históricos de
debilitamiento de un orden de sentido pueden cobrar fuerza la avaricia, el
egoísmo, la ingratitud y todas estas actitudes que Lutero resume bajo la idea
de “no ver más allá de la propia barriga”.
Se trata de
síntomas de pérdida
de trascendencia de
la vida humana.
Y son esos síntomas, precisamente, los que está
enfrentando Lutero al momento de lanzar su proyecto de
Reforma de la
cristiandad. Esto parece
corroborar la idea
de que el problema de fondo al que responde el pensamiento
de Lutero es la pérdida del poder del
orden medieval de
sentido, con su
consiguiente incapacidad para
brindarle trascendencia a la vida humana. Recuperar tal trascendencia
requiere desplegar un nuevo orden de sentido que pueda establecerse como
dominante. Los esfuerzos de Lutero por lograr que los hombres puedan apreciar
el orden de la Creación en todo su esplendor —y de un modo que, según él, había sido
inaccesible a lo largo de toda la Edad Media—
podemos interpretarlos, precisamente,
como un intento
por desplegar ese nuevo
orden, diferente al
medieval. El punto
de partida para
este despliegue, según lo entiende Lutero, es la recuperación de la
Palabra de Dios en toda su pureza, lo que implica remover todos los obstáculos
que hasta ese entonces habían estado obstruyendo el acceso a la Biblia.
Y esto nos trae a la tercera observación: dado que el
despliegue de ese nuevo orden de sentido
requiere que los
seres humanos lleguen
a apreciarlo como
tal, resulta claro que
el tema de
la educación tiene
que jugar un
papel central en el
pensamiento de Lutero. Sólo por medio de la educación los hombres pueden llegar
a ver “más allá de sus barrigas” y aprehender ese orden trascendente que los
aloja. De hecho, podría decirse que la educación constituye la forma más básica
e importante de agradecer y velar por el orden, pues cualquier otra forma de
cuidado presupone y requiere que éste sea apreciado como tal. Este papel
central de la educación en la preservación
del orden también
se hace manifiesto
en el argumento
que Lutero construye para establecer
la importancia de la educación. Recordemos que el punto central de
dicho argumento es
que la educación
permite mantener dos
oficios de enorme importancia: el
“estado espiritual” y
el gobierno terrenal.
Pero la importancia de estos
oficios radica en que ambos están directamente relacionados con la
preservación del orden
que hace posible
nuestra existencia como
seres dotados de cuerpo
y alma. En
efecto, por una
parte, los teólogos
y predicadores tienen la misión
de comprender la Palabra de Dios y enseñársela a los demás seres humanos. Con
ello contribuyen a que Dios gobierne las almas de los hombres, y que todos sus
dones sean debidamente cuidados y preservados:
Por medio de su trabajo se mantiene en este mundo el reino
de Dios; el nombre, el honor y la
gloria de Dios;
el conocimiento verdadero
de Dios; la
fe y el conocimiento rectos
de Cristo; los
frutos del sufrimiento,
de la sangre
y de la muerte de Cristo; los dones, las obras y
el poder del Espíritu Santo; el verdadero y salvador uso
del bautismo y
de los sacramentos;
la pura y
recta enseñanza del evangelio. (Lutero, 1530, p. 228;
traducción mía)
Más allá de esto, sin embargo, el [predicador] hace grandes
y maravillosas obras para el mundo. Informa e instruye a los diferentes estados
acerca de cómo deben conducirse externamente en sus diferentes oficios, de
manera que puedan hacer lo que está bien a los ojos de Dios. . . . El refrena
al rebelde; enseña la obediencia, la moral, la disciplina y el honor; instruye
a los padres, madres, hijos y sirvientes en sus deberes; en una palabra, da
orientación a todos los estados y oficios temporales. (Lutero, 1530, p. 226; traducción mía)
Por otra parte,
los gobernantes, cancilleres,
consejeros y sobre
todo, los juristas, son
los encargados de
comprender y dar
vigencia al orden
temporal — codificado en
leyes— al que
deben plegarse las
acciones humanas en
esta vida. Ellos constituyen los
principales pilares del gobierno terrenal, y, por tanto, de la paz en el mundo.
De modo que
los juristas cumplen,
en el plano
material, un papel similar al que los teólogos cumplen en
el plano espiritual. Los primeros protegen el “reino terrenal”, mientras que los segundos protegen el
“reino de Dios”:
Los juristas y estudiosos en este reino terrenal son las
personas que preservan esta ley, y por tanto mantienen dicho reino. Y así como
en el reino de Cristo un devoto teólogo y sincero predicador es llamado un
ángel de Dios, un salvador, un profeta, un
sacerdote, un sirviente,
un maestro, .
. . .
así también un
devoto jurista y verdadero
académico puede ser
llamado, en el
reino terrenal del
emperador, un profeta, un
sacerdote, un ángel, un salvador. (Lutero, 1530, p. 240; traducción mía)
Si no hubiese educación, no habría buenos teólogos y
juristas, y sin ellos el orden instituido por Dios para nosotros iría a la
ruina, trayendo como consecuencia la total degradación
de nuestra condición
humana, tanto a
nivel espiritual como material.
Nosotros, los teólogos
y juristas debemos
permanecer o todo
lo demás irá
a la destrucción con
nosotros; podéis estar
seguros de ello.
Cuando los teólogos desaparecen, la Palabra de Dios
también desaparece, y no quedan sino paganos y demonios. Cuando
los juristas desaparecen,
desaparece la ley,
y con ella la paz; entonces sólo queda el robo, el
asesinato, el crimen y la violencia, de hecho sólo quedan bestias salvajes.
(Lutero, 1530, p. 251; traducción mía)
La discusión adelantada
en la sección
anterior ha permitido
revelar la importancia y el
sentido que Lutero le atribuye a la educación, así como también su
explicación de por
qué la mayoría
de los hombres
de su época
no logra ver la educación de esa
manera. En pocas
palabras, educar a
los jóvenes es
uno de los mejores
modos que tenemos
para agradecer a
Dios por el
orden que éste
nos ha dado para que podamos ser
lo que somos. Es uno de los mejores modos porque sólo gracias a
la educación ese
orden puede ser
apreciado, lo que
constituye una condición
fundamental para su preservación. Claro está, cuando no somos capaces de
apreciar ese orden, tampoco podemos entender el papel que la educación juega
dentro de él, lo que hace que entonces la pongamos al servicio exclusivo de
nuestra barriga. Esta visión
de la educación
es el elemento
fundamental establecido por Lutero
en sus escritos
y, por consiguiente,
el punto de
partida para todas
sus propuestas de reforma
en este campo.
Pero veamos en
qué consisten tales propuestas.
La consecuencia más
obvia de las
ideas de Lutero
es la necesidad
de un cambio en el currículo de
la educación básica y universitaria. En la sección 2 de este artículo ya
habíamos mostrado que Lutero descarta una gran parte del material de estudio
que, hasta entonces, había formado parte del currículo universitario. Desde su punto
de vista, la
mayor parte de
estas obras surgían
de una comprensión deficiente de la Biblia o,
incluso, eran completamente contrarias a la fe cristiana. De manera que,
en vez de
perder el tiempo estudiando
esos libros perniciosos,
había que dedicarse a
estudiar las lenguas,
pues sólo mediante
ellas podía lograrse
un auténtico acceso a la Biblia.
Es una empresa
estúpida intentar ganar
una comprensión de
las Escrituras escarbando entre
los comentarios de
los padres [de
la Iglesia] y
una multitud de libros y glosas. En vez de ello los
hombres deben dedicarse a las lenguas. . . . Dado que es
de cristianos hacer
un buen uso de
las Sagradas Escrituras,
nuestro único libro, y es un
pecado y una vergüenza no conocer nuestro propio libro, ni entender el lenguaje
ni las palabras
de nuestro Dios,
es un pecado
y una pérdida
aún mayores no estudiar
las lenguas, especialmente
en estos días
en que Dios
está ofreciéndonos hombres, libros y todas las facilidades y estímulos
para el estudio, pues desea que
su Biblia sea un libro
abierto. (Lutero, 1524, p. 364;
traducción mía)
No es necesario
que tengamos todos
los comentarios de
los juristas, todas
las sentencias de los
teólogos, todas las
quaestiones de los
filósofos y todos
los sermones de los monjes. De hecho, yo descartaría todo este estiércol
y llenaría mi biblioteca con el tipo adecuado de libros, consultando con los
estudiosos para hacer mi selección. (Lutero, 1524, p. 375-376; traducción mía)
¿Cuáles son los libros que Lutero recomienda cultivar y
preservar? En primer lugar, claro está, la Biblia —en latín, griego, hebreo,
alemán y cualquier otro idioma al que haya
sido traducida— y
una selección de
los mejores comentarios
que se puedan hallar sobre ella,
preferiblemente los más antiguos. Luego libros que sean útiles para aprender
las lenguas, como los de los poetas y oradores de la antigüedad: Homero, Ovidio,
Virgilio, etc. También
libros referentes a las llamadas
“artes liberales”
—gramática, retórica, lógica
(conocidos como el
“trivium”), aritmética,
geometría, astronomía y música (conocidos como el “cuadrivium”)— que
proporcionaban un entrenamiento básico en lengua latina y matemáticas. Además,
buenos libros sobre derecho y medicina —que, junto con la teología, conformaban
las tres facultades superiores de las
universidades. Y, finalmente, Lutero
recomienda estudiar y
conservar crónicas e
historias, en cualquier
lengua que se consigan, pues “ellas son una magnífica
ayuda en la comprensión y la dirección del curso de los eventos, y
especialmente para observar las maravillosas obras de Dios” (Lutero, 1524, p. 376).
De manera que
lo que Lutero
despliega como plan
de estudios para
las universidades está en perfecta consonancia con su proyecto de hacer
accesible a los hombres el verdadero orden de la Creación, tal como éste se
halla contenido en la Biblia. En cuanto
a la educación
básica, ésta no
constituye más que
un entrenamiento preparatorio para acceder a esa clase de estudios
universitarios. Así, según lo establecen
las Instrucciones para
los Visitadores de
las Escuelas Parroquiales
(“Unterricht der Visitatoren an die Pfarherrn im Churfürstenthumb zu Sachsen”)
—documento escrito conjuntamente por Lutero y Melanchthon en 1528 con el
fin de normar
el funcionamiento de
estas escuelas—, la
educación básica debía constar de
tres etapas:
En la primera de ellas los niños aprenderían a leer y escribir en latín, enriquecerían su vocabulario y se les dictaría los primeros rudimentos de gramática.
La segunda etapa estaría dedicada por completo a la gramática y a las primeras lectura de obras de autores clásicos (como, por ejemplo, las fábulas de Esopo).
En la primera de ellas los niños aprenderían a leer y escribir en latín, enriquecerían su vocabulario y se les dictaría los primeros rudimentos de gramática.
La segunda etapa estaría dedicada por completo a la gramática y a las primeras lectura de obras de autores clásicos (como, por ejemplo,
La tercera etapa se les daría a los estudiantes
obras de autores como Virgilio, Ovidio, Cicerón y se les introduciría al
estudio de la lógica y de la retórica.
Vale la pena destacar que durante las
tres etapas a los niños se les haría leer y memorizar fragmentos de la Biblia,
empezando por los pasajes más sencillos y fáciles de explicar, y luego
siguiendo con los de mayor dificultad.
Pues recordemos que,
Esta última cita
nos lleva a
un segundo y
muy importante aspecto
de la reforma educativa de
Lutero: la idea de que la educación debe alcanzar a todos los niños, independientemente de
su condición social.
En efecto, la
tarea de la educación, según Lutero, no se reduce
únicamente a formar doctores en teología y derecho. Estos, sin duda,
representan la cúspide del proceso educativo y los niños más talentosos
deben ser educados
para estos oficios.
Pero el mundo
también necesita hombres de
menor preparación para
ocupar una multitud
de importantes cargos.
Los niños de gran habilidad deben ser mantenidos en sus
estudios, especialmente los hijos de los pobres . . . . Pero también los demás
niños deben estudiar, aún los de menores habilidades.
Ellos deben, cuando
menos, leer, escribir
y entender el latín,
pues no sólo
necesitamos doctores altamente
instruidos y maestros
de las Sagradas Escrituras, sino
también pastores ordinarios que enseñen el Evangelio y el catecismo al
joven y al
ignorante, bauticen y
administren el sacramento.
No importa que sean incapaces de batallar con los herejes. En una buena
construcción no sólo hacen falta finos revestimientos, sino también piedras
rústicas que le sirvan de apoyo. Del
mismo modo debemos tener, también, sacristanes y otras personas que sirvan y
apoyen el oficio de predicar la Palabra de Dios. (Lutero, 1530, p. 231;
traducción mía)
Cuando hablo de juristas no me refiero sólo a los doctores,
sino a toda la profesión, incluyendo cancilleres, secretarios, jueces,
abogados, notarios y todos aquellos que tienen que ver con los aspectos legales
del gobierno; también los consejeros de las cortes, pues ellos también trabajan
con la ley y ejercen la función de juristas . . . . Todos los
condes, señores, ciudades
y castillos necesitan
síndicos, empleados y toda clase de gente estudiada. No existe un
noble que no requiera de un secretario. También
los necesitan los
mineros, los comerciantes
y los hombres
de negocios. (Lutero, 1530, p. 240-244; traducción mía)
La educación, incluso, les servirá a aquellos que se van a
dedicar a cualquier otra clase de oficio, pues gracias a ella podrán conducirse
mejor en su trabajo y en su hogar:
Aún cuando un
niño que haya
estudiado latín deba
luego aprender un
oficio y convertirse en artesano,
siempre estará disponible en caso de ser requerido como pastor o para algún
otro servicio a la Palabra. Por otra parte, en ningún caso este
conocimiento dañará su
capacidad para ganarse
el sustento. Al
contrario, podrá gobernar su casa
mucho mejor gracias a él. (Lutero, 1530, p. 231; traducción mía)
Esta sola consideración
sería suficiente para
justificar el establecimiento por doquier de las mejores escuelas para
niños y niñas: que el mundo tiene que tener buenos y
hábiles hombres y
mujeres, hombres capaces
de gobernar bien
sobre tierras y gentes, mujeres capaces de administrar la casa y
entrenar correctamente a los niños y a los sirvientes. (Lutero, 1524, p. 368;
traducción mía)
Todo esto no hace sino confirmar que, en la visión de
Lutero, mientras más y mejor educación haya, mejor será preservado el orden en
todos sus aspectos, tanto a nivel de la sociedad como un todo, como a nivel de
la familia, el trabajo y la vida privada. Tómese en cuenta, además, que en las
circunstancias históricas que vivía Lutero la extensión de la educación se
hacía aún más urgente debido a la necesidad de enraizar sólidamente el nuevo orden de sentido en aquella
cultura. Sin embargo, la necesidad de
extender la educación
a todos no
obedecía únicamente a la
necesidad de imponer
y preservar un
orden. Había un
asunto más de
fondo que presionaba en esa
dirección independientemente de las bondades que pudiera traer el disponer de
muchos hombres y mujeres bien educados.
Recordemos que, según Lutero, la incapacidad para apreciar
el orden de la Creación nos conduce a una vida en la que lo único que
apreciamos son nuestras propias
barrigas. Cuando no
logramos apreciar ese
orden nos hacemos
soberbios, avaros, egoístas y
terminamos sirviéndole a
Mammón. Por el
contrario, cuando apreciamos ese
orden en todo su esplendor, nuestra vida es poseída por la humildad, la generosidad, el
agradecimiento y el
servicio a Dios.
Pero resulta que
sólo podemos ser buenos cristianos si vivimos nuestras vidas de este
último modo. En caso contrario nos
convertimos, como ha
dicho Lutero, en
paganos, demonios, bestias salvajes,
puercos escarbando por
siempre en el
estiércol. Cuando nuestras almas se
corrompen de ese
modo, no sólo
dejamos de ser
cristianos, sino que dejamos
de ser seres
humanos y nos
convertimos en seres
infrahumanos. De esa manera
perdemos nuestro ser
distintivo dentro de
la Creación, por lo que,
en esencia, dejamos de ser.
De lo anterior resulta que la educación es absolutamente
indispensable para que un niño pueda llegar a ser (humano, cristiano). La
condición humana es algo que se desarrolla
a lo largo
de la vida
en la medida
en que se
va apreciando y agradeciendo más el orden que permite
nuestra existencia. Ser un ser humano es un oficio que hay que empezar a
aprender desde temprano —al igual que las hilanderas y las costureras
aprenden su oficio
desde temprano. No
basta con haber
sido bautizado, asistir a misa, obedecer las leyes humanas y divinas,
ser caritativo, etc., sino que hace falta aprender a ver el mundo y a
disponerse hacia él de una cierta manera. Sólo por medio de la educación,
entonces, es posible avanzar hacia la plena realización de nuestra humanidad. Y
es por eso que todos los hombres estamos en la obligación de
proporcionarle a todos
los niños encomendados
por Dios a
nuestro cuidado, la oportunidad
de llegar en
su educación tan
lejos como puedan,
lo que equivale a desarrollar su
humanidad tanto como les sea posible.
Ahora bien; la
idea de que
cada recién nacido
estaba llamado por
Dios a apreciar el orden global
de la existencia no sólo era contraria a lo que se pensaba y se practicaba en
los tiempos de Lutero, sino que rompía por completo con el legado de la
tradición medieval en ese aspecto. En efecto, a lo largo de toda la Edad Media se
había dado por sentado que el tipo de educación que conducía a la posibilidad
de contemplar el orden
del universo era
dominio exclusivo de un grupo
social particular: el clero.
No es que
los demás grupos
sociales careciesen de
toda educación. Al contrario, cada uno de ellos mantenía en su seno el
tipo de educación que le era
propio. Pero, aparte
del clero, ningún
otro grupo social
cultivaba sistemáticamente
la lectura, la
escritura y la
oratoria en latín,
y mucho menos
la filosofía, la teología, el derecho, la medicina y las demás artes en
las que se hallaba comprimido el conocimiento
del orden del
mundo. Así, por
ejemplo, entre la nobleza
dominaba el ideal
del caballero de
armas, y sus
hijos recibían un entrenamiento orientado
hacia las proezas
militares —manejo del
caballo, de la lanza, de la espada, código de conducta
caballeresca, etc. Por su parte, los artesanos y comerciantes
solían preparar a sus hijos
para los oficios
que ellos mismos ejercían, por
lo que cada
gremio o cofradía
mantenía escuelas dedicadas
a la formación de sus miembros.
Finalmente, los campesinos formaban a sus hijos en el seno de sus propias
familias y comunidades a través de su participación cotidiana en las labores
del campo y
del hogar, sin
que mediara ninguna
clase de educación formal. Como
resultado de esto,
la inmensa mayoría
de la población
europea se mantuvo completamente
analfabeta a lo
largo de toda
la Edad Media,
y no era infrecuente que hasta los mismos
emperadores, reyes y príncipes fuesen iletrados.
Esta
diversificación de la
educación medieval muestra
que aquella época estaba lejos de dar por sentado que
todos los seres humanos estaban destinados a contemplar el orden global del
universo. Por el contrario, diferentes grupos de seres humanos estaban
destinados a diferentes
tipos de vida
y a diferentes
clases de bienes. El destino de
cada quien estaba determinado por la clase social en la que había nacido, lo
que imponía límites precisos e intransgredibles a lo que la persona podía ser y
hacer. Por ese motivo, la clase social tenía que formar parte fundamental de la
identidad básica de cada quien: era aquello que uno no podía dejar de ser a lo
largo de
toda su vida.
En otras palabras,
la pertenencia a
una determinada clase social no podía ser vista como un hecho
accidental o una circunstancia externa al individuo.
Por el contrario, el ser de cada individuo su hundía
profundamente en su pertenencia a esa clase social. Al punto que para el
campesino (al igual que para el noble
o el artesano),
dejar de ser
campesino debía significar
algo muy cercano
a dejar de ser
en general. Perder
esa identidad básica
significaba perder toda orientación con respecto a las acciones,
actividades y bienes que se debían realizar o perseguir. Más aún, dado que las
diferentes clases sociales representaban diferentes tipos de
oficios por medio
de los cuales
los individuos contribuían
con el funcionamiento armonioso
de su sociedad, dejar de pertenecer a cualquiera de ellas tenía que implicar una
grave pérdida de trascendencia de la propia vida.
Podríamos decir, en resumidas cuentas, que la
diversificación social de la educación medieval obedecía a
una situación en la que
el lugar que
cada quien ocupaba
dentro de la sociedad le era consustancial a su
identidad individual.
Podemos ver, ahora,
que cuando Lutero
plantea la necesidad
de brindar a todos
el tipo de
educación que antes
estaba reservado para
el clero, entra
en conflicto con ciertos aspectos muy básicos del orden medieval. Bajo
la perspectiva medieval tal expansión
de la educación
resulta completamente innecesaria,
tanto desde el punto de vista de la preservación del orden, como del
logro de la plenitud humana de cada quien. Para vivir una vida plena de sentido
en la Edad Media no hace falta ser capaz de apreciar el gran orden de la
Creación. Basta con realizar de manera excelente la tarea que nos ha sido
encomendada dentro de ese orden. Esto, ciertamente, requiere que vivamos dicha
tarea como “encomendada”, es decir, que experimentemos su
carácter trascendente, pero
tal experiencia no
necesariamente requiere de una aprehensión directa del orden. Puede
ocurrir, por ejemplo, que el proceso de entrenamiento para un oficio particular
no simplemente forme destrezas técnicas (como lo pensamos hoy en día), sino
que, en el mismo acto, enseñe una cierta actitud hacia el trabajo, y, en
general, hacia la vida, sin la cual todas aquellas destrezas perderían sentido.
Es lógico suponer que en una cultura en buen estado, el orden de sentido en
gran medida ejerce
su poder por
vías invisibles y poco
explícitas como ésta. Tal invisibilidad, de hecho, constituye un elemento
esencial de
su poder. Sólo cuando ese poder se deteriora, como ocurre en
la época de Lutero, aparecen la necesidad
urgente y generalizada
de buscar el
orden y el
afán por contemplarlo
directamente.
Por otra parte, debemos recordar que todos los individuos de
esta sociedad estaban sujetos a una educación regular, aunque informal,
ejercida por la Iglesia por medio de las misas y de la confesión. Como
mencionábamos en la sección 2 de este artículo,
en la medida
en que el
latín era comprendido
por todos, la
Iglesia, por medio de
estas prácticas, podía
instruir a la
población acerca del
mundo en que vivía, y cuáles eran sus deberes dentro
de él. Se trataba, muy probablemente, de una enseñanza de carácter dogmático,
enfocada más en aspectos cotidianos de la vida que en temas generales. Más que
comprensión, exigía obediencia a las autoridades establecidas. Pero este hecho
resultaba perfectamente natural en un mundo en el que de antemano se suponía
que los únicos capaces de ganar claridad acerca del orden del mundo eran los
clérigos, quienes se encontraban en una situación de cercanía al Creador, y,
por tanto, eran directamente iluminados por esa fuente suprema de toda luz y
toda verdad. Los demás grupos sociales sólo podían recibir una luz tenue de esa
fuente —y ello sólo gracias al papel mediador que jugaba la Iglesia. Más allá
de eso se abría ante ellos un misterio insondable con el que debían convivir
hasta el fin de sus días.
No era de
esperar, entonces, que
estos “legos” ganasen
mayor comprensión acerca de temas de trascendencia, sino que obedeciesen respetuosamente a quienes
sí eran capaces de esa clase de conocimiento. Sobre la base de tal obediencia
se sostenía todo el orden social medieval.
La propuesta de
Lutero, entonces, no
sólo resultaba innecesaria
dentro del orden medieval, sino
que era, inclusive, altamente peligrosa para él. Lo que Lutero estaba
proponiendo no podía significar allí más que una grave confusión de papeles
sociales, un caos en el que las funciones de unos serían usurpadas por otros,
lo que aparentemente sólo podía conducir a una situación en la que ya nadie
sabría cual es su rol en la sociedad y cómo debía conducir su vida. Además, era
de suponer que al expandir de ese
modo la educación,
todos se sentirían
autorizados para debatir acerca del
orden de la
Creación, lo que
resultaría destructivo para
aquella obediencia respetuosa a las autoridades sobre la que se sostenía
el mundo medieval.
En pocas palabras,
la propuesta de
Lutero “des-ordenaba” el
orden medieval al deshacer la jerarquía de roles sociales
que le era constitutiva.
No en vano Lutero abogaba por incluir a todos los cristianos
en el llamado “estado espiritual” (véase
la sección 2
del presente artículo).
Con ello pretendía mostrar, precisamente, que todos
los hombres estamos llamados a comprender y a predicar la Palabra de Dios. Esa
igualdad fundamental no sólo implicaba que todos podían poner
en duda, cuestionar
y discutir lo
que decían y
hacían quienes ocupaban algún puesto de autoridad, sino que, yendo
más a fondo, modificaba la idea
misma de autoridad
que había dominado
a lo largo
de la Edad
Media. En efecto, como ya hemos
visto, la autoridad de la Iglesia medieval se derivaba de una presunta cercanía
que mantenían los miembros de ésta con el Creador.
Esa cercanía hacía que los clérigos formaran una clase
aparte, claramente separada de los demás hombres y jerárquicamente superior con
respecto a ellos. Los clérigos se distinguían de las demás clases sociales por
una serie de poderes particulares (recordemos, por ejemplo, la
infalibilidad del papa)
o por marcas
particulares en su
ser (como el character
indelebilis que Dios
le imprimía al
sacerdote al momento
de su ordenamiento). En
todo caso eran
algo más que
hombres comunes. Pero
si se aceptaba la
igualdad fundamental que postulaba Lutero,
ningún tipo de
autoridad podía seguir derivándose de esa fuente, pues era inadmisible
la existencia de seres sobre-humanos que gozaran de un acceso privilegiado a
Dios. Quienes ocupaban un puesto de autoridad no podían hacerlo, entonces, en
virtud de algún poder especial que les fuese consustancial, sino simplemente
porque tenían el consentimiento de sus pares: los demás miembros de la
comunidad, cada uno de los cuales también estaba facultado
para ejercer ese
puesto. Debido a eso,
además, quien ocupaba algún puesto de este tipo era
responsable ante la comunidad y podía ser removido por ella cuando fuese
necesario.
Mediante el bautismo todos somos consagrados al sacerdocio .
. . . Así que, cuando un obispo consagra
[a un sacerdote]
es como si
él, en nombre
de toda la congregación, cuyos miembros tienen todos
igual poder, escogiese a uno de entre ellos
y lo encargase
de usar ese
poder en nombre
de los demás
. . .
. Ahora; precisamente porque todos
somos igualmente sacerdotes, nadie debe colocarse por encima de los demás y
encargarse, sin nuestro consentimiento ni elección, de hacer lo que está en poder de todos. Pues lo que es común a todos,
nadie debe atreverse a arrogarse a sí mismo sin la voluntad y el mandato de la
comunidad; y si ocurriese que alguien escogido para tal cargo fuese depuesto
por malos manejos, pasaría a ser exactamente lo que era antes de asumir el
cargo. De manera que un sacerdote en
la Cristiandad no
es más que
un funcionario. Mientras está
en el cargo,
tiene precedencia; cuando es depuesto, es un campesino o un citadino
como los demás. (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción
mía)
Así que, del mismo modo como aquellos que ahora son llamados
“espirituales” — sacerdotes,
obispos o papas—
no son diferentes
de los demás
cristianos ni superiores a
ellos (excepto por
el hecho de
que se les
ha encargado la administración de la Palabra de Dios y
los sacramentos, que es su trabajo y oficio), así también ocurre con las
autoridades temporales —ellas detentan la espada y la vara con
la que se
castiga al malvado
y se protege
al bueno. Un
zapatero, un herrero, un
granjero: cada uno tiene la labor y el cargo de su oficio, y sin embargo
todos ellos son
sacerdotes y obispos
consagrados, y cada
uno, por medio
de su propio trabajo u oficio
debe beneficiar y servir a todos los demás, de manera que muchos tipos de
trabajo puedan hacerse para el bienestar corporal y espiritual de la comunidad,
del mismo modo como todos los miembros del cuerpo se sirven entre sí. (Lutero,
1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía)
Como vemos, el cargo, oficio, puesto o, en general, el lugar
particular que alguien ocupa en la sociedad no le añade nada adicional a lo que
la persona ya es antes de asumirlo
y lo que
seguirá siendo luego
de abandonarlo. El
que alguien juegue un papel
social determinado no hace que sea otra cosa que un hombre como los demás. En
pocas palabras, lo que la persona es —su ser— no depende del oficio particular
que desempeñe. Por el contrario, desde el nacimiento y el bautizo hasta la
muerte todos somos lo mismo: seres con cuerpo y alma llamados a alabar a Dios y
predicar su Palabra. Esa es nuestra identidad fundamental; con respecto a ella
todas lo demás en
nuestras vidas es
circunstancial y contingente.
Y en ello
consiste la igualdad fundamental
que hay entre nosotros.
Esto,
evidentemente, significa negar
ese aspecto fundamental
del orden social medieval que
mencionábamos antes: la suposición de que cada ser humano pertenece de
manera necesaria y
esencial a una
determinada clase social,
que constituye el eje central de su identidad como individuo. Bajo esta
visión medieval, el orden social era algo que fundaba lo humano, en la medida
en que sólo dentro de él los hombres podían ganar su ser individual. Puesto de
otro modo, el ser humano sólo podía fluir
por los cauces
que le ofrecían
las clases sociales.
En ese sentido podría decirse que las jerarquías
sociales medievales tenían un carácter ontológico. Pero, en la visión luterana,
el orden social es secundario con respecto a lo que los hombres son.
La jerarquías sociales
y la división
de labores sin
duda son indispensables para
que los hombres
puedan llegar a
ser hombres en
el pleno sentido de
la palabra. Pero
son indispensables no
porque sean el
lugar donde se realiza lo humano sino sólo porque
constituyen un mecanismo para la producción de ciertos bienes fundamentales
—educación, seguridad, etc. Tales jerarquías, por tanto, tienen un carácter
operativo: los seres humanos asumen los diferentes puestos que las conforman
sin que su ser, su pensamiento y su acción se vean confinados a ellas.
Vemos, entonces, que la idea luterana de extender la
educación a todos traía consigo una idea de sociedad muy distinta a la
medieval. Una de las consecuencias de esta nueva visión de la sociedad era que
los hombres no podían limitar el campo de sus preocupaciones a sólo una pequeña
parcela dentro de la totalidad del orden social. Nuestra
vocación a apreciar
y cuidar la
totalidad del orden
exigía que estuviésemos
permanentemente atentos al funcionamiento de toda la sociedad. Cada quien debía
vigilar y contribuir
con el buen
desempeño de todas
las funciones sociales. En pocas
palabras, todos éramos responsables de mantener en buen estado cada una
de las actividades
necesarias para la
buena convivencia.
Esta idea novedosa,
de que todos eran responsables por todo, obviamente tenía que modificar
sustancialmente la concepción
acerca de quién
y cómo debía
encargarse de mantener los
procesos educativos en la sociedad. Como veíamos antes, los diversos
procesos educativos de
la Edad Media
no eran instaurados, supervisados ni coordinados por ninguna institución en
particular. Cada clase social, cada tipo de oficio estaba encargado de darse
continuidad a sí mismo. Dado que cada oficio era algo “encomendado” a nuestro
cuidado, educar a las futuras generaciones tenía que formar parte
esencial de cada
oficio, pues sólo
de ese modo
evitábamos que éste pereciera. El
oficio de clérigo, y su correspondiente tipo educación, estaban, claro
está, a
cargo de la
Iglesia. La Iglesia
medieval, en otras
palabras, tenía total exclusividad en lo referente
al mantenimiento y la orientación
de la clase
de educación que Lutero pretendía extender a todos.
Esta situación necesariamente tenía
que cambiar. Había
dos razones de carácter circunstancial para ello y otra
de fondo. La primera razón circunstancial era que el
tipo de educación
que para la
época se brindaba
en los establecimientos controlados por
la Iglesia era
considerado como pernicioso
por los reformadores. Hacía falta
sustraer todos aquellos
establecimientos al control
eclesiástico para poder imponer
en ellos los
nuevos programas educativos.
La segunda razón circunstancial era
que, en las
regiones que adoptaban
la Reforma, uno
de los primeros actos
de las autoridades
era cortar inmediatamente el
flujo de dinero, donaciones, tierras y otros bienes
que habían estado alimentado la actividad de los monasterios, conventos y demás
fundaciones de dicha región. Esto obviamente traía como resultado el cierre de
tales instituciones, así como también de las escuelas que éstas solían
mantener. De modo que algún otro agente social tenía que encargarse de mantener escuelas. Lutero vio a las autoridades
temporales como las indicadas para
llevar a cabo
esta labor. En
esto, precisamente, consistió
el tercer aspecto importante de su reforma educativa.
Las razones de
fondo que llevaron
a Lutero a
postular como deber
de las autoridades temporales el
mantener escuelas gratuitas para todos los niños, eran las mismas que lo habían
llevado a ver a tales autoridades como las más indicadas para luchar contra el
poder de la Iglesia y promover, en general, la causa de la Reforma.
En la sección 2 de este artículo vimos que, en la visión
luterana del orden social, las autoridades
temporales no están
sometidas o gobernadas
por las autoridades espirituales —como era lógico que
sucediese dentro del orden jerárquico medieval. Por el
contrario, dentro de
la organización global
de la sociedad,
las autoridades temporales tienen
una función propia
y claramente diferenciada
en la que
son plenamente soberanas —debiendo
sometérseles, en ese
campo, incluso la
Iglesia misma. Esa función consiste, como ya hemos visto, en
preservar el “reino terrenal”, es decir, el orden social que le permite a todos realizar su
vocación como cristianos. Con el fin
de preservar ese
orden las autoridades
temporales ejercen un
poder coercitivo sobre los hombres, obligándolos a hacer (o dejar de
hacer) todo cuanto sea necesario para
alcanzar dicho objetivo.
Si bien las
autoridades espirituales también
cumplen un importante papel en la preservación del orden, su función es
predicar, exhortar, traer
las almas hacia
Dios por medio
de la Palabra,
pero no tienen facultades
para obligar a
nadie por la
fuerza, pues no
les corresponde gobernar sobre
las acciones humanas.
De modo que
es prerrogativa de
las autoridades temporales refrenar a todo aquel que atente contra el
orden, incluso si se trata de un alto jerarca eclesiástico:
El poder temporal
es un miembro
del cuerpo de
la cristiandad, y
pertenece al
“estado
espiritual”, aunque su
trabajo sea de
naturaleza temporal. Por
tanto, su trabajo debería
extenderse libremente y sin obstáculos hacia todos los miembros de todo el
cuerpo; debería castigar
y usar la
fuerza siempre que
la culpabilidad lo merezca
o la necesidad
lo exija, sin
detenerse ante papas,
obispos o sacerdotes. (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción
mía)
Dado que la
educación de todos
los niños lucía,
ahora, como uno
de los principales modos
de preservar el
orden, parecía evidente
que las autoridades temporales debían asegurarla,
incluso por la fuerza. Este era uno de estos casos en los que
“la necesidad lo
exigía”. Ciertamente a lo largo
de la Edad
Media las autoridades temporales
también tenían por misión preservar el orden social. Pero su condición de
subordinación a la
Iglesia hacía que
fuese impensable que
ellas pudiesen encargarse de
una labor que
era dominio exclusivo
de su superior jerárquico. Eso
sería una escandalosa
usurpación de funciones,
algo tan absurdo como proponer que los artesanos se
encarguen de la educación de la nobleza y de los hijos de la familia real. Por
otra parte, como hemos visto, la preservación del orden medieval no requería
extender a todos el tipo de educación brindado en las instituciones
eclesiásticas. Era suficiente con asegurar la obediencia de todos a la
autoridad de la Iglesia.
El papel de
los reyes y
príncipes en la
preservación del orden se
limitaba, entonces, a servir de brazo armado para afianzar la autoridad de la
Iglesia en el mundo. De aquí que las expediciones militares en defensa del
papa, de la Santa Sede o del Santo Sepulcro, fuesen un ejemplo paradigmático
del tipo de actividad que era considerado como más propio de un gobernante
medieval. No en vano los reyes
medievales eran coronados
por la Iglesia,
juraban obedecerla y protegerla,
y se comprometían
a combatir a
los infieles. Por
eso, precisamente, cuando Lutero
exhorta a las autoridad temporales a que funden escuelas, compara esta labor
con la de mantener ejércitos, y muestra que esto último no es suficiente para
preservar el orden.
Mantengo que es deber de las autoridades temporales obligar
a sus súbditos a que mantengan sus hijos en las escuelas, especialmente a los
más prometedores. Pues verdaderamente es deber del gobierno mantener los
oficios y estados que hemos mencionado,
de manera que
siempre haya predicadores, juristas,
pastores, escritores,
médicos, maestros, etc.,
pues no podemos
prescindir de ellos.
Si el gobierno puede obligar a
los súbditos aptos para el servicio militar a cargar lanzas y mosquetes, proteger
murallas y hacer
otras clases de
trabajos en tiempos
de guerra, cuanto más puede y debe obligar a sus súbditos a mantener sus
hijos en las escuelas. Pues aquí enfrentamos una guerra peor, una guerra contra
el demonio.
(Lutero, 1530, p. 257; traducción mía)
Lo distintivo del
nuevo papel que
Lutero le estaba
asignando a las autoridades temporales era, por tanto,
no sólo su independencia de la Iglesia, sino también el hecho de que la
preservación del orden debía lograrse no tanto por vía de la fuerza, sino
haciendo que todos
los súbditos pudieran
apreciar ese orden,
se responsabilizaran de su
mantenimiento y participaran
activamente en su
cuidado. Esto nos hace volver a un punto que dejamos abierto unos
párrafos atrás: la idea de que todos somos responsables por todo y las
consecuencias que esto traía para el campo de la educación. En efecto,
estrictamente hablando, la responsabilidad por la educación recaía en todos los
miembros de la sociedad. Cada quien debía hacer su aporte a ella del mejor modo
que se lo permitiera su posición en la sociedad. Así, en las autoridades temporales recaía la responsabilidad de
recoger impuestos, construir escuelas e imponer como ley la asistencia obligatoria
de todos los niños a ellas. En los
predicadores y sacerdotes
recaía la responsabilidad de
exhortar a todos,
por medio de la Palabra, a asumir su responsabilidad en el mantenimiento
de escuelas (como, por cierto,
lo hace Lutero
en sus escritos).
Y en los
padres recaía la responsabilidad de enviar a sus hijos a
las escuelas, así como también de contribuir económicamente con su
mantenimiento en la medida de sus posibilidades.
Con esto cerramos nuestra discusión en torno a los
principales aspectos de la reforma educativa impulsada por Lutero. Dicha
discusión nos ha permitido ver que tras
esta reforma se
perfilaba ya un
nuevo modo de
concebir a la
sociedad y al individuo. Vimos que ella apuntaba hacia una
transformación del modo de ser del ser
humano en el
mundo, lo que
necesariamente tenía que
estar en estrecha correspondencia con el modo de ser
de todas las cosas en general. De manera que no podemos seguir postergando la
pregunta por la naturaleza exacta del orden de sentido que parecía estar
retrocediendo en la época de Lutero, así como también por la naturaleza
de aquel otro
orden que parecía
estar emergiendo.
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